EXPANSIÓN ISLÁMICA
Los
califas ortodoxos (632-661)
En el 632 muere Muhammad, su círculo más próximo elige al primer califa (vicario,
sucesor) Abu Bakr (632-634)
establece la manera de elegir al sucesor del Califa, mediante acuerdo entre los
miembros de la «Asamblea de Compañeros del Profeta», que durará hasta los
Omeyas. También evitó las tempranas disensiones y sometió a las tribus rebeldes
de la Arabia central gracias a la labor de Jalid ibn al-Walid (que ya combatió
con Muhammad), que también conquista el reino Lájmida (en la actual Irak del
Sur). Es en este momento donde entra la labor militar, Jalib ibn al- Walid.
En el 634
muere Abu Bakr y le sucede ‘Umar/Omar ibn al-Jattab (634-644) que llevará a la
conquista de Siria y Palestina (636-640) serán posibles por la participación
proactiva que estaban en Siria y
Palestina y seguidamente en Egipto dos años después (640-642). Con este califa
el imperio sasánida caerá en el 641. Este califa el que instaura el diwan o registro de pensiones y soldadas
que pasará después a denominar al aparato de la administración estatal, así
como el quinto del Califa. De persas y bizantinos se adopta la división en
circunscripciones administrativo-militares, en estos territorios, hay inmensa
población que no se ha convertido al islam desde un principio pero que
pertenecían a religiones que aparecían en el Libro y por tanto podían practicarlas. llamadas yunds/chunds,
así como los impuestos de capitación personal, sobre lo que tú tienes se te impone un impuesto (yizya/chizya) y sobre la propiedad
territorial (jaray/jarach) que pagan
los dimmíes.
Umar al-Jattab
también creó la figura del qadi o juez (el que juzga, el que dictamina según lo
establecido por los alfaquíes).
Además, instaura el Hayy, la
agrupación de los combatientes musulmanes en campamentos militares fijos
(origen de ciudades como Kufa, Basora, Fustat, Wasit y Cairuán), y la
instauración del conteo cronológico desde la Hégira de 622.
Utman (644-656), del clan Omeya, optó por colocar a sus parientes al frente de las provincias, destituyendo a los anteriores (bastante autónomos) y provocando problemas internos al crearse una facción entorno a ‘Ali, el yerno de Muhammad. Tampoco fue bien visto la redacción de un único Corán oficial (mandó quemar todas las demás copias). No obstante, prosiguen las conquistas en Asia Menor, Armenia, lo que quedaba del Imperio Sasánida (651) y se producen las primeras incursiones en el norte de África. Encomendó el gobierno de las provincias a miembros de su propia familia con sus comitivas y práctico una política que favorecía los intereses de las tribus de la Meca. Fue Utman quién ordenó realizar la versión canónica y eliminar las versiones discordantes.
Una sublevación en las provincias acabó con el sitio de Medina,
el asesinato de Utman y
la huida de los Omeyas a
Damasco, donde su gobernador Mu’awiya se negó a reconocer al nuevo califa, ‘Ali
(656-661), dando origen a la fitna. Se suceden las batallas sin ganador claro,
optándose por un arbitraje. Un grupo apoyaba a ‘Ali no reconoció esa solución y
optaron por crear su propia rama del islam: los jariyíes o «disidentes». El arbitraje
tampoco llegó a una conclusión,
teniendo en el mientras tanto ‘Ali que combatir a los jariyíes, que masacró con
excesiva crudeza. Esto dio más apoyos a Mu`awiya. `Ali muere asesinado y con
muy pocos partidarios que crearán la rama del islam de los chiíes. Comenzará
después el reinado de la Dinastía Omeya (661-750). Por una parte, la familia de Alí y su entorno más cercano se agruparon
en la secta conocida como la Shi’a
o Chiísmo. Uno de los hijos
de Alí, Hasán. renunció
a sus derechos y aceptó al nuevo califa. pero Husayn encabezó una rebelión y fue ajusticiado. y
considerado mártir por sus seguidores.
El otro grupo. formado
por los jariyíes. desarrolló una teoría política según la cual el califato no tenía por qué ser ejercido por un
miembro de la tribu qurayshí. sino por el musulmán mejor cualificado. Fueron
grandes opositores del califato omeya. localizados sobre tocio en el Golfo
Pérsico y el norte de África.
Por oposición. los partidarios de Muawiya y de la sucesión dentro de la tribu
de los Quraysh se llamaron sunníes.
Los jariyíes son considerados los
puritanos del islam pues prohíben el lujo o el tabaco, los juegos o la música.
Pero, políticamente admiten que cualquiera puede ser califa, basta que sea
capaz y puro de fe y
costumbres. Es la menos extendida pero presente en
Omán, Zanzíbar y algunas zonas del Magreb.
Para los chiíes los califas pueden ser únicamente
los descendientes de `Ali y reducen la Sunna
a los hadizes del Profeta y su familia, excluyendo a los «Compañeros del
Profeta», es decir, los primeros califas ortodoxos (Abu Bakr, Umar, Utman y
Ali). Creen en la figura del Mahdi oculto,
restaurador de la fe y la justicia en el mundo poco antes del Juicio Final,
siendo un descendiente de ‘Ali, que desapareció
en el 873 pero volverá (el duodécimo). Para ellos, el estado
tiene que ser teocrático y el líder no un califa sino un imam, guía espiritual no sólo de la
oración sino del estado. Tienen su base territorial fundamentalmente en la
antigua Persia (actual Irán).
CALIFATO OMEYA (661-750)
Política exterior
Extensión por Oriente: lenta
progresión hasta los confines del antiguo Imperio
Sasánida por la situación de autonomía de las tribus
de origen turco (unas se someten, otras pactan, otras se rebelan). Se conquistan
Samarkanda, Bujara y Kabul
por el Asia Central y se llega hasta
el río Indo y la región de
Sind, es el origen de la sandía.
Extensión por
el Norte: fijación de frontera (inestable) en los montes Taurus con el Imperio
Bizantino. Intentos fallidos
de ataque a Constantinopla y Anatolia, intercalados de treguas largas. El tráfico comercial se reparte
entre el Imperio Bizantino y el omeya
Extensión por
Occidente: cae el Exarcado de África
en 696, llamado Ifriqiya (el jefe de la cora es Musa Ibn Nusayr). Luchas constantes con los bereberes (destaca
la Kahina). El pacto
de conquista les hace avanzar. Cae
el Reino Visigodo en el 711 con ayuda interna. En el 732 se produce la batalla
de Poitiers y el fin
de la expansión por el oeste.
Política de conquista: quinto califal y dos tercios de bienes (tierras y muebles) se reparten para los conquistadores. Más conquistas para aumentar riqueza, implicándose poblaciones poco islamizadas (bereberes en el oeste, persas en el este) se van integrando dentro del islam.
Durante el
avance musulmán, la expansión de la
flota permitió consolidar una serie de conquistas en el Mediterráneo oriental
logrando ocupar Creta, Rodas y varias islas del Egeo. Este control marítimo fue crucial
para asegurar las rutas
comerciales y para ejercer
presión sobre los territorios bizantinos. Sin embargo, la
estrategia de cercar Constantinopla fracasó repetidamente. Las defensas de la
ciudad, principalmente el uso del «fuego griego» —una especie de mezcla
incendiaria que se lanzaba desde embarcaciones y murallas—fue fundamental en
los asedios del siglo VII y el VIII. Este recurso fue un secreto militar bien
guardado por Bizancio, que les dio ventaja en
mantener su capital invicta. A pesar de estos reveses, el control de varias
islas y puntos estratégicos
mantuvo la influencia musulmana en el Mediterráneo, creando una red de bases
que favoreció el comercio y las operaciones militares en la región.
La administración territorial musulmana se
organizaba en emitaros, subdivididos
a su vez en coras o provincias. Cada emirato estaba dirigido por un emir,
quien era generalmente un familiar del califa. En algunos casos,
estos emires crearon entidades políticas con cierto grado de independencia,
aunque la lealtad al califa se mantenía mediante concesiones y alianzas. Las coras, como unidades
provinciales eran dirigidas
por subordinados del emir, ya fueran familiares o personas de confianza,
garantizando que la administración local mantuviera vínculos con el poder
central. Esta estructura permitió consolidar el control en los territorios
conquistados y facilitar una transición fluida en las provincias bajo dominio
musulmán.
Política interior
La fase de
consolidación del califato omeya estuvo marcada por complejas tensiones
internas, tanto tribales como religiosas.
Muawiya,
quién estableció el califato omeya en Damasco
tuvo que lidiar con el
reciente asesinato de Alí, el último califa ortodoxo, lo cual había
profundizado la división en la comunidad islámica. Este conflicto se sumó a una enemistad entre los qaysíes y los yemeníes que se manifestaba en disputas tanto políticas
como territoriales, acentuando las rivalidades locales, los qaysíes vs los
kalbíes (árabes que se trasladan a Damasco), los omeyas contra los
qurayshíes... Además, las divisiones religiosas entre sunitas, jarichíes y
chiíes, conocidas como «fitnas» (guerras civiles islámicas), provocaron
constantes conflictos internos y desgastes en el califato.
Para mantener
la estabilidad, Muawiya recurrió a una doble política: fomentaba la adhesión
diplomática de clanes rivales al poder omeya mediante negociaciones, pero
también consolidaba su causa con fuerza, para evitar que los grupos tribales operaran
de forma autónoma
o se alinearan con opositores al poder central. Esta táctica permitió
cierta estabilidad, pero las rivalidades y religiosas continuaron marcando la
dinámica política del califato.
Muawiya
entendió que la clave para el éxito
de su dinastía radicaba en la capacidad de unir a las diversas facciones tribales y grupos políticos bajo la
causa omeya. Utilizó la diplomacia para atraer a los líderes tribales y otros
grupos influyentes mediante beneficios, cargos o incluso matrimonios
estratégicos. En lugar de enfrentarse abiertamente a cada tribu o clan que
deseaba autonomía, Muawiya le ofrecía un trato que les permitía cierta libertad de administración local, a cambio de
lealtad al califato. Esto también incluía permitir a algunos clanes cierta
autoridad en sus propias regiones y siempre y cuando no cuestionaran el
liderazgo omeya y participaran en la
recaudación de impuestos y el mantenimiento de la paz.
Además, a través de acuerdos
y negociaciones, alentaba
a estos grupos a renunciar
a cualquier intento de actuar
por cuenta propia o de seguir las enseñanzas de facciones rivales (como los
jarichíes y los chiíes) que buscaban fracturar el califato.
Junto a esta
diplomacia, Muawiya implementó una política de fuerza y control militar para
asegurarse de que los líderes tribales y los gobernantes locales permanecieran
leales. A través de un ejército centralizado, estableció guarniciones en puntos estratégicos del califato para intervenir
rápidamente si surgía algún levantamiento. Esta combinación de incentivos con
la amenaza de intervención militar fue efectiva para disuadir las rebeliones.
Además, envió emisarios y representantes omeyas
a las distintas provincias para supervisar la administración y prevenir actividades
que pudieran fomentar la disidencia. De esta manera, incluso aquellos que
mantenían ciertos derechos locales sabían que el poder omeya podía intervenir
si se ponían en riesgo la cohesión y seguridad del califato.
Con esta doble
política, Muawiya buscaba no solo evitar fragmentaciones, sino consolidar la
dinastía omeya como una entidad respetada y temida, capaz de liderar el islam
de manera unificada. Le permitió
mantener el control
sobre un territorio extenso y culturalmente diverso y sentó las
bases para la expansión y estabilidad de la dinastía omeya.
La muerte
de cada califa sin un sucesor claro o con un heredero débil (680-685) generaba
crisis de poder en el
califato. Si bien se estableció una tendencia hereditaria, el sistema de
sucesión omeya no era completamente de primogenitura,
sino que permitía que el cargo pasara
a cualquier familiar directo del califa, como hermanos
o primos. Este modelo, destinado a mantener una línea de sucesión sólida, se
oponía a la visión de los jarichíes, quienes defendían que cualquier musulmán
virtuoso podía ser califa, sin importar su parentesco. Esta visión de la
sucesión dinástica fue otro factor de desencuentro entre los jarichíes y los
omeyas y un motivo por el cual los jarichíes se distanciaron del islam sunní.
La decisión de
trasladar la capital del califato a Damasco fue una estrategia fundamental que
consolidó la posición de los Omeyas en el creciente imperio islámico. Damasco
no solo estaba situada en el corazón de las rutas comerciales
entre Oriente y Occidente, sino que también
era un punto de acceso clave
para controlar las comunicaciones y el comercio en el Mediterráneo. Esta
ubicación privilegiada permitió a los Omeyas fortalecer su control sobre las
rutas comerciales y, en consecuencia, incrementar los ingresos del califato.
En cuanto a la
administración, los Omeyas emplearon un enfoque pragmático al integrar a las
élites locales en su estructura de gobierno. Desde el gobierno de Muawiya, se mantuvo a muchos de los funcionarios cristianos
que ya ocupaban posiciones clave, e incluso se promovió a cristianos recién
convertidos al islam,
quienes eran conocedores de las estructuras administrativas preexistentes, como las del Imperio Bizantino y
el Sasánida. Este método aseguraba una transición más fluida, manteniendo las
costumbres administrativas locales y evitando conflictos potenciales al
respetar los sistemas locales de recaudación y tributación.
Además, el sistema fiscal
continuó funcionando con una dualidad
en la recaudación: tributos en especie y monetarios. Este sistema
flexible permitía a cada región
adaptarse de acuerdo con sus
características económicas y sociales. Por ejemplo, el mantenimiento de
impuestos tanto en especie como en efectivo facilitaba la recaudación en
regiones agrícolas o de escasa monetización, lo cual era esencial para sostener
la expansión del califato.
Al mismo
tiempo, los Omeyas utilizaron la administración provincial para asegurar la
lealtad en las regiones conquistadas. Provincias como Egipto,
Cufa, Basora, y posteriormente
al-Andalus y el Magreb, estaban
organizadas como grandes divisiones bajo la autoridad directa del califa,
gestionadas a nivel local por gobernadores militares y fiscales, lo que daba
cohesión y permitía una gestión eficiente del vasto territorio del califato
Con la llegada de ‘Abd al-Malik (685-705) el califato omeya alcanzó un punto de estabilidad interna. Al neutralizar a sus principales enemigos y competidores, consolidó el poder mediante una estrategia de eliminación y exilio de opositores, fortaleciendo la unidad del califato. Durante su mandato se emprendió un proceso de arabización en la administración: hasta entonces, las provincias orientales y occidentales usaban lenguas como el griego y el pahlaví (persa medio) para sus registros oficiales, legados de las administraciones bizantina y sasánida. ‘Abd al-Malik estableció el árabe como la lengua oficial en la cancillería, los documentos fiscales y administrativos. Este cambio permitió unificar el imperio lingüísticamente y fortalecer la identidad árabe del califato. Para facilitar esta transición, se establecieron escuelas donde los futuros burócratas recibían instrucción en árabe y en los principios islámicos, creando una nueva clase de funcionarios que no solo conocían la lengua sino también la cultura islámica.
Se instaura un
nuevo sistema monetario. Hasta su reinado, se utilizaban monedas bizantinas y
persas con inscripciones cristianas o mazdeístas. En el 696 ‘Abd al-Malik
introdujo el dinar de oro y el dirham de plata, con
inscripciones en árabe y referencias al islam, reemplazando los iconos y
símbolos extranjeros. La circulación de una moneda omeya distintiva promovió
una identidad islámica común y facilitó el comercio dentro y fuera del imperio,
estandarizando el valor de las transacciones y fortaleciendo la economía.
Para evitar pérdidas del erario público
se usan dos vías:
1.
La mano dura practicada por el gobernador de Iraq, al Hayyay,
que obliga a todos los campesinos que han dejado sus tierras fértiles de
Mesopotamia a volver a sus tierras.
2.
La permisiva implantada por ‘Umar II (717-720), por la que al convertirse se elimina el
pago de la chizya pero se mantiene el jarach (impuesto) sobre la tierra,
aunque el dueño cambie de religión, o se cambie de
dueño.
La disparidad
de trato con las poblaciones indígenas convertidas al islam provocó tensiones
significativas a lo largo del período omeya, especialmente en la administración
de las regiones periféricas. En particular, estas desigualdades alcanzaron un
punto crítico entre el 740 y el 743 cuando los beréberes
del norte de África, descontentos con la estructura de privilegios otorgados
a los árabes, iniciaron una serie de revueltas importantes en el Magreb
durante el reinado de Hisham I
(724-743).
Este descontento fue, en gran medida, una consecuencia de la política
omeya que favorecía
a los árabes en detrimento de los conversos locales. Aunque muchos
indígenas beréberes se habían convertido al islam continuaban siendo tratados
como ciudadanos de segunda clase, debiendo pagar impuestos adicionales y
enfrentando restricciones que no aplicaban a los musulmanes árabes. Esta
situación generó un resentimiento profundo entre los conversos y las élites
locales, quienes veían en estas políticas una contradicción con los principios
de igualdad y hermandad defendidos por el islam.
La situación
se agravó cuando los beréberes se rebelaron, especialmente porque estas
revueltas ocurrieron en un contexto de debilitamiento de la autoridad central
omeya. Estas rebeliones no solo reflejaron el descontento en el norte de
África, sino que también se extendieron a otras regiones periféricas del califato,
poniendo de manifiesto una crisis generalizada en la cohesión
y la estructura de poder omeya.
Fin de la dinastía
Las crecientes
tensiones entre diversos grupos étnicos, religiosos y sociales generaron un
fuerte descontento contra la dinastía Omeya, liderada en sus últimos años por Marwan II (743-750). Este último califa se enfrentó a
sublevaciones de múltiples facciones: los jariyíes, con apoyo de las tribus
árabes yemeníes, y los mawali (conversos persas) chiíes, entre otros sectores.
Además, los grupos sirios y egipcios, descontentos por la falta de nuevas
conquistas que proporcionaran ingresos y botín, comenzaron a rebelarse ante la
falta de recursos para mantener su sustento
El movimiento abbasí cobró fuerza en Oriente, especialmente en la región del Jurasán, donde Abu Muslim, un líder religioso, canalizó el descontento social y predicó contra la dinastía Omeya, a la que calificó de tiránica e impía. Su mensaje, que abogaba por una vuelta a los valores islámicos originales bajo el liderazgo de un gobernante justo, inspiró la movilización de un ejército de descontentos. Aunque Abu Muslim nunca reveló el nombre del verdadero dirigente de la conspiración, el descontento social fue aprovechado por los abbasíes, quienes, apoyados por chiíes, mawali y otros grupos marginados, lograron extender la rebelión hasta Cufa.
En el año 750,
Abu-l-Abbas al-Saffah, descendiente de un tío del profeta Mahoma, fue
proclamado califa en Cufa. En la decisiva batalla del Gran Zab, las fuerzas
abbasíes derrotaron a los omeyas, poniendo fin a su dinastía y al califato de
Marwan II, quien fue asesinado en Egipto junto con gran parte de su familia. La victoria de los abbasíes marcó el
inicio de su dinastía (750- 945), caracterizada inicialmente
por una violenta represión hacia los antiguos miembros de la familia omeya, eliminándolos casi en
su totalidad. Al-Saffah dedicó su corto reinado (750-754) a consolidar el poder abbasí, enfrentando
la resistencia de facciones sirias, jariyíes y chiíes que no apoyaban su
gobierno.
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